Pedro G. Paúl Bello Weblog

jueves, agosto 24, 2006

AUTORIDAD Y SOBERANÍA

La autoridad, es facultad de orientar y dirigir; está dotada de poder, valga decir, de capacidad o potencia para disponer de fuerza suficiente como para obligar a ser obedecida. Puede presentar diversos tipos en función del agente que la ejerce; del sujeto que obedece; de los medios e instrumentos disponibles y del nivel de desarrollo de la estructura óntico-histórica de la Sociedad en sus diferentes variantes políticas, antropológicas, jurídicas, económicas y propiamente dichas sociales.

El problema de la autoridad-poder requiere un tratamiento riguroso, por cierto en un campo asaz difícil por las sutilezas y vericuetos sociológicos, políticos y metafísicos que lo plenan. No es este el lugar para proponerlo. Con todo, recordemos que autores como Weber distinguen entre autoridad legal, autoridad tradicional y autoridad carismática. Ernesto Mayz Vallenilla [Mayz Vallenilla, Ernesto. El Dominio del Poder. Ed. Ariel, 1982] define la autoridad legal como aquella que "se inscribe dentro de un mundo constituido por una totalidad de normas u ordenaciones jurídico-racionales que rigen el comportamiento de una determinada comunidad". En tales condiciones, la obediencia del subordinado al superior, "no se produce en atención a la persona del superior, sino porque así lo estatuyen las normas jurídico-racionales que regulan sus correspondientes relaciones de poder".

La autoridad carismática se fundamenta en el sentimiento de quien obedece hacia quien manda. Tal sentimiento puede provenir, en un primer caso, de la existencia de un vínculo que "brota de la admiración y reverencia que se experimenta ante las cualidades del líder, en quien se reconoce un modelo digno de ser imitado". No obstante, en un segundo caso, puede ser el simple resultado del temor que impone quien dispone de la fuerza y es capaz, por sus características individuales (sea que se trate de falta de capacidad, formación intelectual o ética, o de problemas psicológicos), de no hacer uso ético y racional de su poder.

Pero una sociedad democrática establecida sobre la base del reconocimiento de la eminente dignidad de la persona humana, racional y libre, y que, al mismo tiempo, se organice atendiendo a los principios de igualdad, justicia y libertad, no puede dar cabida a otro tipo de autoridad que no sea aquel que se funde en la racionalidad de un ordenamiento jurídico libremente aceptado, establecido y sostenido por los miembros del Cuerpo social. Al efecto, toda autoridad invoca, como antes se expresó, la disposición de un poder que garantice la obediencia. Al dejar para el lector la tarea de adentrarse en las precisiones de tan importante investigación, nos será suficiente, aquí, indicar que el autor, al indagar sobre la esencia del afán de poder, encuentra que el mismo tiene su fundamento en la libertad. Efectivamente, en la relación de poder, la potencia -" aquello que puede inducir y provocar una situación de dominio en [sobre] la alteridad"..."no es una fuerza o energía que dependa exclusivamente del sujeto ni [de] sus individuales e inmanentes características ", sino que, aunque poseída por el sujeto, proviene "de la conjunción y correlación del propio gestarse histórico de su existencia en confrontación con el mundo donde actúa", por lo que la esencia del afán de poder es " un producto histórico-existencial de la continúa interacción entre el existente y su alteridad".

De tal manera, de lo que se trata es de una mera posibilidad del sujeto o "agente emisor" en la relación de poder; de una virtualidad que, en todo caso, podría verse como una nota esencial o constitutiva de la esencia del hombre, pero cuyo ejercicio en acto no está necesitado por ninguna suerte de fuerza o ley según la cual deba necesariamente ser y menos serlo de una determinada manera.

Ahora bien, lo que es característico de la autoridad legal es que la relación de poder que se establece - y cuya concreción fáctica es el resultado de la síntesis de las libertades del agente que gobierna y del agente gobernado- debe responder: 1) a una necesidad sentida por todos los ciudadanos, de que algunos de entre ellos deben velar por la buena marcha y progreso de la Sociedad; 2) a la presencia de un estatuto legal que goce de la aceptación general y que ha sido explícita y democráticamente establecido de acuerdo al marco legal general de la Sociedad, de modo que sea del conocimiento de todos los miembros de ésta y de quienes a ella se incorporan o por ella transitan, y 3) a los fines generales de la Sociedad y no a los fines particulares del gobernante.

Por otra parte, la autoridad se ordena al bien público y sólo de manera indirecta a los fines de los particulares. Es soberana en su esfera, es decir, posee un poder supremo y de última instancia; sin embargo, tal poder no es ni ilimitado ni absoluto, Los poderes del gobernante están limitados por su misión de gobernar. El gobierno es, primeramente, una carga y secundariamente implica derechos, en cuanto necesarios para el cumplimiento de las tareas propias del gobierno y para garantizar la obediencia, siempre en función del Bien Común.
Así, la relación de poder no existe, en la sociedad fundada en la dignidad de la persona humana (personalista y democrática), para que el gobernante realice su propia finalidad y en vista de sus individuales intereses. El poder no es un fin en sí mismo, sino, simplemente, una fuerza controlada y limitada de la que dispone la autoridad, cuya aplicación obedece al Bien General y favorece los fines de realización personal de los miembros del grupo social quienes, en éste, son la fuente última de la autoridad y, como gobernados, gozan de un fuero superior al de los gobernantes.

Desviaciones del poder. Pérdida de la autoridad .

La Historia testimonia que, aguijoneado por la angustia que la precariedad de su existencia le produce, el hombre deja, frecuentemente, de considerar al poder en su verdadera dimensión de medio y, seducido por la aparente capacidad que tiene de potenciar al ser que ejerce un nudo dominio, se convierte para éste en tanto gobernante, en objetivo existenciario. En tal circunstancia, el poder, alterada su natural vocación de medio, es desviado para asumir un rol de finalidad que su legítima estructura ontológica no le otorga. En esa perspectiva, el dominio se convierte en meta única de la existencia de quien lo ejerce. Dominar lo Otro, es decir, subyugarlo, domeñarlo, es el autoengaño que adormece en la conciencia el sentido de la finitud y de las consecuentes limitaciones de la propia realidad humana, en la ilusión de una sensación de infinitud que aparece en dicha conciencia, la que proporciona el incorporar, ficticiamente, el entorno de los entes dominados a la realidad del sujeto dominante.

Al no aceptar su finitud, el hombre abandona la orientación positiva de la alteridad que inducía, con ésta, un tipo de relación orientado hacia la complementación del ser y cuya fuente originaria es la voluntad de amor. Situado en la perspectiva de la orientación negativa, la alteridad se visualiza como mundo caótico de entes cuya presencia es menester borrar a fin de que sus límites dejen de demostrar su existencia y, con ella, la realidad de la propia finitud que se quiere olvidar. Ese mundo, así concebido, deviene, entonces, en campo para ejercer un ciego afán de dominar cuya vertiente raigal es, precisamente, la voluntad de poder y cuya expresión fáctica se reduce a la ambición del tener por el más tener. En ese contexto, toda relación social - religión, política, trabajo, propiedad, derecho, etc. - con el entorno que constituye su mundo, pierde su original designio de propiciar la potenciación del ser humano y adquiere la fisonomía de una brutal opresión que termina por anular las potencialidades personales del opresor y de los oprimidos.

Pero no termina allí el peligroso derrotero que la existencia humana emprende cuando, con empeño en el vano espejismo de escapar de la propia finitud, se desvía al poder para facilitar la puesta en acto de las potencialidades de la persona humana, haciendo de él finalidad únicamente ordenada al término de su propia acción, es decir, al dominio. Al efecto, exacerbado en ese antinatural rol, el poder, por esa vía, alcanza a independizarse de las determinaciones de los sujetos que hasta entonces lo ejercían. Convertido en última razón de la existencia individual y social e instalado en tan privilegiada posición, el poder impone un verdadero culto sobre los hombres, cuya liturgia consiste en la adoración de los símbolos e instrumentos que en cada recinto espacio-temporal lo invocan y posibilitan su logro.

Instalada esa situación, la persona humana es sacrificada en aras de un ídolo, de un mito, de una abstracción de algo contingente incardinada como absoluto en el orden de lo temporal: el Líder, el Estado, la Raza, la Ciencia, la Técnica, el Partido, la Clase, el Dinero, la Eficiencia, la Productividad, etc. Cualesquiera de estas seudo deidades encarna un profundo desprecio por la persona del ser humano y hermana, tanto en lo metafísico, como en lo ético y en lo político, al paganismo antiguo o primitivo, uno de cuyos caracteres constitutivos era la práctica efectiva de sacrificios humanos, contra lo que se levantó la metafísica de inspiración bíblica y el plan de acción cristiana, de la misma manera como lo ha hecho siempre frente a los totalitarismos y tiranías de cualquier signo y ante las demás alienaciones que amenazan cosificar al hombre.
Por otra parte, cuando el poder es arbitriamente colocado fuera de su natural condición de medio para erigirlo en fin de la existencia, la autoridad, cuyo designio originario es ejercer la recta administración de esa fuerza o potencia que obliga, se ve rebasada por aquello que debía administrar y, al mismo tiempo, desplazada de su finalidad como parte especializada de la Sociedad para orientar y dirigir hacia el alcance de su cometido natural y al Bien Común General.
Efectivamente, la nueva finalidad va a ser el poder en sí mismo que, de tal manera, se autoconstituye. Así, desbordada por su instrumento y sustituida su finalidad, la autoridad desaparece y su justificación ética y social deja su lugar al nudo argumento de la fuerza.
En tal virtud y de manera general, podemos afirmar que en cualesquiera tipo de sociedad organizada, cuando aquél o aquellos que ejercen la autoridad dentro del Cuerpo social dejan, en su ejercicio, de atender a la finalidad del mismo para sustituirla por fines distintos inherentes a sus propios intereses o desequilibrios, o a otros extraños a la finalidad originaria del grupo social, la autoridad pierde, eo ipso, su razón de ser y, en ello, su existencia en cuanto ética y jurídicamente legítima y válida.

Principios de legitimidad de la Autoridad.

Como principios de legitimidad de la autoridad se tiene:

1) La necesidad del hombre de vivir en Sociedad.
2) La igualdad esencial y las diferencias existenciales de los seres humanos.
3) La limitación y control del poder del gobernante que derivan de la transitoriedad y alcance de su misión.

La fuente de la autoridad es el pueblo, entendido como el conjunto de todos los miembros del Cuerpo Político o Sociedad. Del pueblo se predica el concepto analógico de soberanía o plena autonomía y es, por tanto, su consentimiento racional lo que legitima sus autoridades. Será, por tanto, ilegítima toda autoridad que gobierne contra el Bien Común, así como también la que se imponga por encima de la voluntad del pueblo aunque gobierne bien. La autoridad legítima puede perder esa condición por abuso grave, permanente y general y, también, por incapacidad debidamente constatada de quien la ejerce, siempre que sea permanente o irremediable.

El problema de la soberanía.

Para una concepción de la Sociedad fundada en la eminente dignidad de la persona, la sociabilidad procede de la naturaleza humana. El hombre es un ser naturalmente sociable y, por ello, la Sociedad considerada en general y en tanto en cuanto respuesta a esa sociabilidad natural, deriva también de la naturaleza humana. Para el contractualismo la existencia de la Sociedad se justifica como una necesidad que deriva no de la naturaleza del hombre, sino de la convivencia entre ellos que surge como necesaria para alcanzar mejores formas de vida, o como instrumento establecido para la defensa de intereses particulares e, incluso, en el límite, para asegurar la posibilidad de que cada vida individual sea garantizada.

De tal diferencia de puntos de vista sobre la concepción de la Sociedad va a derivarse, a su vez, otra diferencia respecto a la noción de soberanía. Pero entendamos en qué consiste el concepto de soberanía que, por lo demás, se maneja en el lenguaje corriente, sobre todo cuando se aplica vulgarmente a lo político, de una forma asaz libre e imprecisa.

Se dice que una instancia es soberana respecto a otra cuando sobre ésta posee un poder separado y superior, esto es, por encima de ella. La separación refiere a la idea de trascendencia: el soberano pertenece a una esfera ontológica absolutamente distinta de la que corresponde al súbdito. La superioridad refiere a una jerarquía de orden y no meramente de grado; el soberano pertenece a un orden que es ontológicamente superior al del súbdito.

Ahora bien, si se acepta que el hombre es creatura y que es de su naturaleza el ser sociable, entonces, en el contexto de las sociedades políticas, cuando se trata de la soberanía se hace mención a un concepto analógico que significa:

1°) El derecho a la plena autonomía para el diseño y funcionamiento del ordenamiento interno de cada sociedad;
2°) La definición de la fuente de la autoridad de la que brota ese ordenamiento interno.

Respecto al primer punto, en el mundo de hoy no puede ser pensada la autonomía como autarquía y autosuficiencia, dado que las realidades de ese mundo determinan el que, de manera creciente, cada nación esté más ligada al orden internacional y sea cada vez más determinada o, al menos, condicionada por aquello que ocurre fuera de su propio ámbito. De manera que puede hablarse de soberanía externa como independencia relativamente suprema con respecto a la comunidad internacional, en cuanto ésta no tiene derecho a disminuirla ni a obligar a obediencia, como no sea en lo que respecta a tratados y acuerdos libre y legalmente aceptados, cuyo acatamiento en nada mengua dicha independencia.

En cuanto a la autoridad referida en el segundo punto, ella reside en los miembros de la Sociedad considerado como conjunto, valga decir en el pueblo, en el entendido de que sí bien el hombre (pueblo) crea las normas que se recogen en formas jurídicas como constituciones, leyes, reglamentos y códigos, que son obligantes, sin embargo, tal facultad (la de elaborar normas) no puede ejercerla con absoluta indeterminación, esto es, de cualquier manera. Efectivamente, la capacidad normadora del hombre (pueblo) está limitada, en primer lugar, por la realidad histórica (el aquí y el ahora) que constituye y caracteriza el contexto social dentro del cual se pretende normar; en segundo término, el límite viene impuesto por el conjunto de derechos y obligaciones del ser humano que son moralmente anteriores y trascendentes respecto a su condición social, tales como la necesidad y derecho de la persona humana de realizar su propia vocación como tal y de disponer libremente respecto a su propio destino, respecto a lo cual la Sociedad es simple instrumento o medio jerárquicamente inferior.

Por el contrario, para las concepciones de tipo contractualista, la soberanía, en última instancia, corresponde a cada individuo humano, quien decide realizar un contrato con sus semejantes para constituir la Sociedad, sea por el temor (Hobbes) al otro, situación que deriva bien sea de la condición originalmente mala (enemigo) que caracteriza la actitud de cada cual frente a su semejante, o bien buena, pero incompleta (Locke), que impide, en estado de naturaleza, el uso y disfrute de la vida, la propiedad y la paz. Mediante ese contrato, los hombres deciden, en su conjunto: 1° Constituir la Sociedad; 2° Reunir sus derechos para delegarlos (Locke) en manos del Gobierno Civil o, renunciando a éstos, transferirlos plenamente (Hobbes) a uno de entre ellos quien así deviene "el soberano". Cuando delega, la soberanía permanece en el pueblo; cuando renuncia y transfiere la soberanía pasa al Monarca Absoluto.

El Estado, como parte de la Sociedad Política, en manera alguna es soberano pues no es autónomo. Las prerrogativas que posee derivan de la misión específica que le corresponde como gestor y garante del Bien Común. En cuanto al pueblo, la noción de soberanía se aplica, como vimos, en tanto en cuanto goza de un derecho natural a la plena autonomía que es superior a los de cualesquiera parte suya. Este derecho se aplica, de manera particular, en lo que se refiere al propio gobierno, ya que el pueblo es la fuente temporal relativamente suprema de la autoridad y del correlativo poder necesario para dirigir al Todo social hacia el alcance de sus legítimos fines.


[1] Cfr. Paúl Bello, Pedro. "Lo Humano". Ed. Publicaciones UCAB, Caracas 2005