Pedro G. Paúl Bello Weblog

domingo, diciembre 07, 2008

DEL SER Y EL TENER

El tema que hoy nos ocupa es el ser y el tener. Tema que exige un largo rodeo, condición indispensable para que podamos alcanzar fundación sólida y auténtica. Probemos hacerlo lo más breve posible.

Erich Fromm escribió un conocido libro -el último que en vida produjo- muy interesante y completo, precisamente con el título de “Tener y Ser” (Ed. FCE).

Emmanuel Mounier profundizó sobre el mismo tema en muchas de sus obras. Recuerdo, en particular, “Manifiesto al Servicio del Personalismo”; “Qué es el Personalismo”; “De la Propiedad Capitalista a la Propiedad Humana” y, por supuesto, “Revolución Personalista y Comunitaria”.

También Jacques Maritain e Ignace Lepp se interesaron por esta materia, así como Louis Joseph Lebret, quien la incorporó como contenido básico de sus obras e investigaciones económicas.

Hagamos una primera consideración para retomarla después:

El tiempo pasa... Pasa la juventud, pasa el poder, pasa la fama, pasa la fortuna...pasa lo finito; queda sólo aquello que sirve para llevar a la infinitud: queda el ser-más y no queda el tener-más; queda el amar-más y no queda el poder-más. Queda el amor, queda la familia, queda la amistad. Lo que importa no es “lo que pasa” sino “lo que queda”.

El tema está conectado con algunos conceptos vitales de la existencia humana. Uno de ellos es “felicidad” ¿Qué es felicidad? Unos responderán que es el sentimiento de bienestar general, duradero...permanente. Otros, alcanzar una vida armónica, en la plenitud de paz y tranquilidad de una familia; otros, que es disfrutar de seguridad de lo que se es y se va a ser, sin peligros en la vida y tener previstos los riesgos del futuro; para otros será la salud, o la paz. Algunos inclinarán su respuesta hacia el saber, la música, las bellas artes, etc. Muchos, en el mundo de la modernidad en el que estamos, responderán que “la felicidad no es el dinero, pero que sin éste no es posible alcanzarla”; en el mismo contexto, otros más precisarán que es el disfrutar la propiedad de cosas, o tener fama, éxito, prestigio...

Ahora bien: ¿Cómo, al respecto, nos hemos comportado los seres humanos a lo largo de la Historia?

Podríamos decir que hay una constante presente en todo tiempo: el ser humano ha vivido siempre en busca de la felicidad. El cristianismo de los primeros tiempos aportó la idea de una felicidad alcanzable en el más allá, cuyo apoyo fue la fe. Así lo expresó, en su reciente Encíclica Spe salvi facti sumus, “En la esperanza fuimos salvados” el Papa Benedicto XVI, al ilustrar que los primeros cristianos reconocían que la sociedad de entonces no era su ideal, pues “pertenecen a una sociedad nueva hacia la cual están en camino”.

En el Medievo ese ideal se hizo común y generó una sociedad teocéntrica, pero los posteriores nuevos cambios en las ciencias y las ideas filosóficas que derivaron de ellos, así como nuevos planteamientos teológicos, fueron abriendo caminos para que el hombre desplazara al Creador del sitial central que hasta entonces ocupara. Se pensó, a partir de Bacon, que el avance del conocimiento científico significaba la victoria del arte (que es obra humana) frente a la naturaleza (que es obra divina creada). Esto significó que, a través de sus obras, se dio la victoria del hombre sobre Dios. A partir de allí, fue el esperar un indetenible e inagotable progreso cuyo único autor sería el hombre.

Sin embargo, los resultados reales y posteriores a la Revolución Francesa obligaron a reflexionar y ese proceso, centrado en interpretaciones exclusivamente políticas y económicas, tuvo varias desembocaduras, entre las cuales, la respuestas de Marx y Engels sobre la tragedia humana producto del desorden establecido por el liberalismo desenfrenado.

Tampoco el reduccionismo económico y materialista del marxismo encontró salidas para las aspiraciones de la criatura humana, por su Creador hecha con amasijo de barro y libertad. Tampoco –y precisamente a causa de esa libertad- las encontrará ningún otro “ismo” que pueda presentarse ofreciendo redención y felicidad plena sobre esta tierra. En efecto, como también dice el Papa: “El hombre es redimido por el amor”, pero no un amor frágil -continua el Santo Padre en la Encíclica- un amor que sea destruido por la muerte, sino una certeza tal que permita repetir con Pablo: “Ni muerte, ni vida; ni ángeles, ni principados; ni presente, ni futuro; ni potencias; ni altura, ni profundidad; ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”. Es viviendo en esta esperanza, verdaderamente infinita, como la persona humana encuentra la definitiva felicidad.

Otra consideración:

La persona humana se relaciona con lo otro, sea mediante el conocer, sea mediante el querer. Estas, sus dos únicas maneras de relacionarse, pueden ser orientadas según la vía personalizante de la voluntad de amor, o por la vía despersonalizante de la voluntad de dominio.

Es delirio humano el que procede de sentir la privación de todo lo que no se es y, consiste, en no aceptar la propia finitud. Cuando el hombre no acepta sus límites y su condición carente, que son los elementos significativos de su finitud, trata de borrar hasta la presencia de lo otro (sea cosa, animal o persona), pues esa sola presencia, a cada instante, le demuestra y prueba que existe lo que él no es y, por tanto, su propia condición que es la de ser finito.

Como reacción, pretende, entonces, borrar los propios límites y para ello trata de hacer desaparecer lo Otro, que es limitado como él mismo, pero que, con su presencia, le esta señalando permanentemente la realidad de su propia finitud.

Como no puede destruirlo todo, se apropia de ello o lo domina y, en la ilusión de la apropiación o del dominio, juega engañosamente al sueño de ser infinito. Esfuerzo vano, que no sólo fracasa al despertar y toparse con la realidad, sino que degrada al ser humano en la medida en que éste se disuelve en la multitud de las cosas o entes que pretende poseer o dominar, posesión y dominio que le hace, a su vez, cosa entre las cosas que tiene apropiadas o domeñadas. Cosificado, alienado, la degradación de su ser le conduce a las peligrosas fronteras de la desesperación y de la locura.

Pensemos, en este momento, muy brevemente, en ciertas características psicológicas del tener que tipifican comportamientos orientados por la voluntad de dominio, sea del tener objetos, cosas o del dominar personas, pueblos: disfrute de la conquista; gozo de la posesión o dominio; ostentación; resentimiento y reivindicación; ansias de consideración social por prestigio o temor.

La modernidad, en su mercado de baratijas para usos indiscriminados, ha sabido capturar a la criatura humana. El hombre ha regresado a la envolvente más exterior de su condición existencial, allí en la que vive para lo externo, pendiente sólo –como mono en jaula de zoológico- de todo lo que le aparece enfrente y del algo que se le ofrece.

Escribía Papini que “el Espíritu y el oro son dos amos que no toleran particiones ni comunidades. Son celosos: quieren para sí todo el hombre”. Hoy, el templo de Mammón, dios del dinero, se ha trasladado del Banco al Mall donde reina la moda y se consuma la emulación en el tener lo más caro y lo más nuevo: vacío y fugaz prestigio de la más estólida competencia. Satisfacción de “figurar”, no por lo que se es sino por lo que se compra y tiene para exhibir: “Vanidad de vanidades y todo vanidad”.

En cambio, la vertiente personalizante de la voluntad de amor es permanente crecimiento en el ser que, en el complementarse con lo otro, con las cosas que están presentes en el propio horizonte existencial de cada cual, se hace capaz de crecer con ellas y en ellas, dando y recibiendo, especialmente a y de los semejantes, hasta trascender desde la finitud hacia una infinitud que, en el Creador, abraza el cosmos y lo eterno.

Mounier decía del amor que es ese “bien espiritual que une todo dejando distinto lo que une”. He allí al amor como última y verdadera expresión de la felicidad.

Retomemos la primera consideración de lo que pasa y lo que queda:

Casi en el despertar de la filosofía, en la Grecia antigua, surgieron dos opciones opuestas para interpretar la realidad de las cosas: En Efeso, Heráclito proclamó: “todo cambia”; en Elea, Parménides opuso “todo permanece”. ¿Cuál de ellos tenía razón?

Ambos. Hagamos la experiencia de observar una colección de fotos propias para comprobar de qué manera se da el cambio físico en nosotros: Recordemos nuestra presente manera de pensar; de ver la realidad y el futuro; lo que sabemos y creemos: Caeremos en cuenta de la profundidad de nuestro cambio espiritual, intelectual, emocional. La experiencia del cambio fundamenta nuestra experiencia del tiempo personal y de las diferentes formas de expresión del tiempo. También nos percatamos de que el tiempo transcurre en detrimento de la existencia y muestra la realidad de nuestra finitud.

Pero la vida tiene un sentido tan profundo que éste suele escapar al ajetreo del nuestro hacerla cotidianamente. Nos perdemos en preocupaciones centradas, muchas veces en logros que, si bien puede que tengan relativa importancia, carecen de toda trascendencia respecto a ese sentido: el trabajo, los negocios, el prestigio, la fama, el “status” social…

Paradójicamente, una clara y profunda reflexión sobre la realidad de la muerte, de nuestra propia muerte, es lo que, como punto de partida, mejor ayuda a proporcionar una progresiva percepción del sentido verdadero de la vida.

No se trata, por supuesto, de oscurecer el diario vivir con sombras siniestras, cargadas de pesadumbres y de pavores, por un hecho que, si se le concibe como fatalidad trágica e insuperable, parece todo aniquilar y destruir.

¡No! La muerte es un hecho natural que, indefectiblemente, se presenta en un instante preciso del tiempo de cada cual. No tiene, por tanto, nada de misterioso ni de tenebroso. Los únicos Misterios que se asocian a ella son los de la trascendencia, iluminados por la Fe cristiana.

Todos nosotros humanos, aún – y tal vez de manera especial – quienes, escépticos lo niegan, tenemos el convencimiento de que no vamos a desaparecer con la muerte. A esa idea oponemos repugnancia y rechazo naturales. No es posible – se dice cada cual en lo más profundo e íntimo de su ser - que mis aspiraciones, ilusiones, proyectos, creencias, sentimientos, esto es, partes integrantes de lo que soy, puedan desaparecer y, en un instante, disolverse en la nada y dejar de ser. La radicalidad de ese rechazo, inscrito en las honduras de la naturaleza humana, constituye una suerte de argumento ontológico probatorio de que eso que soy, de alguna manera, seguirá siendo más allá del umbral de la muerte.

Lo que si se borra definitivamente con la muerte es “lo que pasa”. Solemos saludarnos, al menos en nuestra hermosa, rica y viril lengua castellana, con preguntas que se refieren a lo que pasa: ¿Cómo lo has pasado? ¿Qué pasa? ¿Qué pasó? ¿Lo pasaste bien? Y resulta que todo, o casi todo, bien visto en el tiempo, termina por pasar. Mejor deberíamos preguntar por lo que queda, que, aunque fuese poco, es lo único que importa.

Y si “lo que pasa” pasa y “lo que queda” queda, entonces el contenido de la vida, en el más allá de la muerte, está hecho de aquello que queda. Y el sentido de la vida, de la que acá gozamos, no puede tampoco referirse a “lo que pasa”, el tener o el poder, sino a “lo que queda”, el Ser.

La vida, por otra parte, está plena de “pequeñas muertes” o muertes parciales que son pérdidas, carencias particulares, limitaciones que van ocurriendo, sea en la realidad que nos es externa y constituye nuestro horizonte de sentido vital, sea en nuestro propio mundo interior. Todo, tarde o temprano, va cediendo ante las fuerzas de descomposición y desorganización que significan muerte. Podemos decir, por eso, que vamos muriendo a poquito. Son, en lenguaje de Teilhard de Chardin, esas “potencias de disminución[1], las que definen “nuestras verdaderas pasividades[2].

Las muertes parciales externas pueden ser tan simples como las pérdidas o agotamientos de nuestras cosas u objetos que, ya por desgastes, roturas o desapariciones, dejan de estar en nuestro mundo. O pueden se más complejas y dolorosas como las muertes de nuestros seres queridos (familiares, amigos, conocidos o animales caseros) que van dejando la marca de la presencia de sus ausencias, pero que nos van señalando, sistemáticamente y cada vez con mayor fuerza, la realidad inevitable de nuestra propia muerte. Esta se va “viviendo”, también, con nuestras parciales muertes internas -si se quiere más graves- procedentes de las limitaciones que el tiempo va desarrollando en nosotros: enfermedades, accidentes y toda suerte de acontencimientos que van interponiendo barreras, escollos o fronteras a nuestras posibilidades de hacer. “Formidable pasividad que es el curso de la duración[3].

La muerte resulta ser como resumen o resultante final de todas nuestras pérdidas y disminuciones; también del mal simplemente físico, resultado orgánico del deterioro de esa parte material que integra nuestra realidad corporal, que a veces nos resulta como envase en el que estamos inmersos y como asomados por las cuencas de nuestros propios ojos, pero que es, a la vez, instrumento fundamental de nuestro vivir. Y, así mismo, del mal moral, en tanto en cuanto “esta pluralidad desordenada, fuente de toda herida y de toda corrupción, es engendrada en la Sociedad o en nosotros mismos por el mal uso de nuestra libertad[4].

La desorganización corporal e íntima, que es elemento constitutivo de la muerte, nos prueba lo que la experiencia nos enseña: llegará un momento cuando todo cederá en nosotros y en nuestro entorno. Sabemos que, inevitablemente, las fuerzas de disminución terminarán por derribarnos por tierra.

Proceso inseparable de la experiencia del sufrimiento, el morir a poquito va introduciendo el sufrir en nuestra vida. Nadie, absolutamente ningún hijo de mujer escapa al sufrimiento.

Para algunos -demasiados tal vez- el sufrimiento es piedra de escándalo. Albert Camus, incapaz de asimilar ni de explicar el sentido del sufrimiento, asumió su ateísmo radical cuando, adolescente, vivió en Argel la desgracia de una madre cuyo hijo moría en las calles de su ciudad, destrozado por un autobús. Lo absurdo que su alma generosa palpó en el sufrimiento de aquella mujer, le hizo abandonar toda esperanza sobre la existencia de alguna potestad que significase el bien o la justicia. ¿Cuántas veces no hemos vivido experiencias semejantes? ¿Por qué sufren los inocentes? ¿Cómo explicar el mal externo que mutila, corrompe, anula y lacera la vida de multitudes?

Volvamos a “lo que queda” y al sentido de la vida.

Está escrito: “si el grano de trigo no muere, no da fruto”. El mismo Cristo nos ha dejado una palabra fundamental: “No temaís. Yo he vencido al mundo”. ¿Cómo lo ha vencido?: Muriendo en la Cruz. ¡Vaya respuesta para levantar el ánimo! ¡El Vencedor ha vencido porque ha muerto!

Pero, ¿por qué ha debido morir?: Porque lo ha querido. El Hijo, libremente en su infinita libertad, se ofreció como Víctima extraordinaria y definitiva que expiase los pecados humanos de todos los tiempos, cometidos por cada uno de nosotros, a fin de que el camino de la Salvación quedase abierto al personal uso de nuestra libertad. ¡Y venció!...la Resurrección de Cristo es su victoria y la de toda la Humanidad frente a la muerte natural, pero, por sobre todo, frente a la muerte sobrenatural que significa el pecado. A los pies del árbol de la Cruz se derrumbó para siempre Satanás, y quedó eternamente sellada la victoria del Bien sobre el mal.

Nuestra pobre razón, demasiado limitada, incapaz de alcanzar a ver la totalidad de la realidad de las cosas. La razón nuestra ésta, que avanza lenta, con pequeños e inseguros pasos, se pregunta aún por qué Cristo aceptó ese sacrificio de valor infinito. Hay una sola respuesta que involucra un Misterio en cuyas profundidades somos absolutamente incapaces de penetrar: lo hizo por Amor. En su doble naturaleza humana y divina, como Dios, nos amó desde la eternidad cuando el Padre nos pensó antes de todos los tiempos, y nos sigue amando infinitamente como Hombre y como Dios. La Cruz, símbolo del cristiano, es el emblema fundamental del Amor.

Creador y Redentor nuestro, Jesús es nuestro Señor, pero su señorío es de Amor. Su vida es Amor, luego la vida nuestra que somos a imagen y semejanza de Dios, la vida que nos espera más allá de la muerte, es amor. La muerte no es sino una transformación, una transfiguración en la que se desecha lo banal de nuestra vida terrena, el tener, y se conserva lo esencial, el ser.

Amor, por tanto, es la resultante fundamental de lo que en nuestra vida terrena no pasa; de “lo que queda”. Todo pasa menos aquello que vamos haciendo por amor, que se va “depositando”, por así decirlo, para constituir la esencia de nuestra vida eterna.


El objeto del amor humano, de eso que queda porque no pasa, es toda la Creación, comenzando, sobre todo, por nuestros semejantes. La Creación necesariamente ha sido libre puesto que el Ser Supremo y Absoluto no puede ser concebido como sujeto de necesitación. Dios creó al hombre como ser imperfecto, no acabado. No podría ser de otra manera porque ontológicamente resulta imposible que creara un ente perfecto, pues tal acto supondría la creación de otro dios, noción que en su mera formulación lógica es contradictoria: un “dios creado”.

Sin embargo, ese hombre, así creado imperfecto, es invitado a convertirse a imagen y semejanza de su Creador; es decir, a devenir como dios para Él, pero a condición de que él mismo coopere en su propio devenir, en su propio perfeccionamiento o realización cabal. Entonces, la Creación de un ser como dios, lógicamente imposible si se la entiende como creación inmediata, se hace posible como creación mediata gracias a la libertad (y por la Gracia) que el Creador concede a su creatura.

En ese sentido, la Creación, virtualmente completa, es inacabada: pasa de la potencia al acto mediante la acción del hombre pero nunca hay riesgo de que la obra de Dios, por rechazo o mal uso de la libertad humana, pueda culminar en un fracaso sino que se cumplirá plenamente el Plan Divino.

Pero por el mismo hecho de que es una Creación que se hace inacabada y por implicar arreglos que se hacen a tientas, hay en ella dolores y fracasos[5] naturales. Por otra parte, la libertad humana introdujo en el mundo un mal que no es natural, biológico o cósmico, sino propiamente perverso y suplementario. Cuando el hombre masacra, oprime o tortura al hombre, estamos en el plano específico del mal humano y no en el biológico que el tigre o el león infligen a la presa que devoran. Así como en cualquier organismo animal o vegetal que constituye un todo, en el Mundo, así concebido, las faltas, los errores, las heridas introducen dolores y sufrimientos según la especie. El mal natural, pero sobre todo el mal moral que produce el hombre son la causa del sufrimiento en el Mundo.

Concluyendo:

El hombre es responsable del Mundo y de sus semejantes. ¿Qué hemos hecho para asumir tal responsabilidad?

Casi siempre tratamos de escapar. Razones y argumentos encontramos de sobra: nuestros tiempos siempre “cortos”; nuestras responsabilidades siempre “enormes”; nuestras ignorancias siempre “inocentes”. Nos engañamos infantilmente para vivir con buena conciencia encerrados con lo que pasa, pero sin amar, que es lo que queda.

Cuando quedemos encerrados en nuestra última vivienda, llevaremos en nuestras manos sólo lo que hemos sido y lo que hemos amado. No lo que tenemos. Llevaremos lo que hemos hecho para restañar las miles formas de heridas que hacen el sufrir de nuestros semejantes; los gestos del alma que desde miradas y sonrisas se traducen en actos de solidaridad capaces de aliviar soledades, abandonos, pobrezas espirituales y materiales, angustias, dolores y penas.

Sabemos que el sufrimiento es un don de Dios que tiene significado de grandioso aporte a la complementación de la Creación. El propio sufrir personal puede, en un acto de supremo amor humano, depositarse a la pies de la Cruz del Redentor para sumarse al infinito don del Sufrimiento de Cristo. No obstante, el cristiano debe luchar con todas sus fuerzas y como si todo dependiera de él, para disminuir, reducir y aliviar el sufrimiento en el mundo. Es una lucha personal, que no se satisface con los esfuerzos de las instituciones o de las donaciones anónimas. Es lo que Maritain llamó “existir con el pueblo”, que vale mucho más que hacerlo “por” o “para” el pueblo (que son todos y cada uno de nuestros semejantes). Es el contenido real del valor de la acción política que el cristiano asume como parte de su corresponsabilidad por la Creación. Desde luego, ese pueblo comienza con los más próximos, los más inmediatos y cercanos, pero no se agota en ellos.

Allí también el Ser se muestra como “lo que queda”. Esperemos alegres, asistidos por la Reina de los Cielos, Madre de Dios y Madre nuestra, provistos del equipaje de lo que nos quedó cual pasaporte válido, el momento de nuestro ingreso a la nueva y definitiva vida en la Casa del Señor.

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[1] Teilhard de Chardin. Le Milieu Divin.
[2] Idem
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] La naturaleza humana no podía haber sido creada acabada, completa; era menester dejar a la libertad del hombre el cumplir la tarea de la propia realización y de la complementación cocreadora de la misma Creación, siempre bajo la orientación de la Gracia como causa primera del Bien.